Durante más de ciento cincuenta años, miles de guaraníes participaron en una notable experiencia dirigida por sacerdotes de la Compañía de Jesús.
La población guaraní había disminuido a la mitad, luego de cincuenta años de sufrir enfermedades llegadas con los conquistadores europeos, malos tratos a mano de los encomenderos españoles y muertes en las guerras de resistencias.
Por eso, muchos grupos huyeron hacia zonas inaccesibles y otros se alejaron en busca de la Tierra Sin Mal.
Muchos aceptaron incorporarse a los pueblos que los religiosos jesuitas querían organizar con los aborígenes – principalmente guaraníes – para convertirlos al cristianismo y enseñarles las costumbres europeas.
Estas Misiones se instalaron en la selva y sus alrededores, y se mantenían con la agricultura, con el ganado que allí se criaba y las vacas salvajes atrapadas durante las expediciones llamadas vaquerías.
En las Misiones los indígenas cultivaban tanto las parcelas de cada familia, denominada Abambaé (“propiedad del hombre”), como la tierras Tupambaé (“propiedad de Dios”), destinadas a mantener el templo, la escuela y los necesitados.
Para conseguir productos especiales como caballos, semillas o anzuelos, viajaban a Asunción, Santa Fe o Buenos Aires, donde los compraban o cambiaban por su yerba mate, que era muy solicitada por los habitantes de las ciudades y del campo.
Los jesuitas lograron que los guaraníes colaboraran, pero para eso respetaron muchas de su costumbres, principalmente el idioma – que fue lengua oficial -.
En dos aspectos los religiosos no podían andar desnudos, ni tener más de una esposa. Esta última fue una de las condiciones más difíciles de aceptar, porque atentaba contra el tradicional sistema de alianzas de los caciques, que contaban con el apoyo de las familias de sus varias mujeres.
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